Sánchez Piñol y la Historia

El pasado 27 de enero el escritor Albert Sánchez Piñol publicó en La Vanguardia el artículo Francesc de Carreras y 1714, con el que pretendía enmendar la plana a Carreras, que el 9 de enero había publicado en el mismo diario el artículo Elliot y el debate catalán. Pero en su enmienda incurre en una serie de resbalones conceptuales que necesariamente oscurecen su razonamiento, de suerte que lo que intentaba ser una corrección se convierte en una sucesión de imprecisiones y errores condensados en un pastiche argumental que sólo puede generar confusión entre los lectores. Tal es la inanidad gnoseológica de algunos de los argumentos de Piñol que no creo que ni el propio Carreras encuentre el más mínimo resquicio de razonabilidad en ellos que le permita entablar ninguna batalla dialéctica. Veamos.

Empecemos por el final, pues en última instancia Sánchez Piñol espera a destaparse en el último párrafo, cuando sugiere que Carreras no es más que un neolerrouxista, demagogo e histrión partidista militante en un supuesto revisionismo histórico españolista. Vaya, pues podría haber empezado por ahí el replicador, porque de haber sabido que su artículo no respondía más que a su inquina personal por Carreras me habría ahorrado la molestia de leerlo. No en vano comete, a mi juicio, un inmenso error al rematar su artículo con un argumento ad hominem, sobre todo con uno tan anticuado como inconsistente: el supuesto lerrouxismo de todo aquel que no comulgue con la visión nacionalista dominante en Cataluña, como si ésta fuera la única genuinamente catalana desde tiempos inmemoriales y cualquier otra fuera de suyo ilegítima o alógena. En buena lógica, esta postrera invectiva, que es fiel trasunto del maniqueísmo que destila el artículo en su conjunto, debería invalidar todo lo anterior, pero como en este país la buena lógica escasea quizá convenga aclarar algunas cosas.

En primer lugar, Piñol acepta por lo menos que el 11 de septiembre de 1714 fue el epílogo de una guerra de sucesión a la corona de España provocada por el enfrentamiento entre las grandes potencias europeas, y no una guerra de secesión ni nada que se le parezca. Pero acto seguido añade que dentro de España esta guerra “enfrentaba dos concepciones del poder político, la catalana y la castellana, radicalmente opuestas”. Supongo que considera que, tratándose de Cataluña y de Castilla, al decir “radicalmente opuestas” ya queda suficientemente claro para los lectores cuál es la buena y progresista y cuál la mala y retrógrada, de ahí que no sienta la obligación de explicarse. Olvida, empero, que no todos los catalanes vivimos instalados en la más absoluta autocomplacencia, lo que, dicho sea de paso, no nos convierte ni en renegados ni en descastados. Piñol comete aquí varios errores. Primero, reduce al Principado de Cataluña el apoyo a la causa austracista dentro de España, cuando en todo caso podríamos hablar del conjunto de los territorios de la antigua Corona de Aragón. Ello por no hablar de que los contornos de la contienda no fueron ni mucho menos tan exactos sino que austracistas y borbónicos se repartieron a lo largo y ancho de España -en Cataluña hubo vigatans y botiflers-, al igual que por ejemplo iba a suceder en la Guerra Civil con republicanos y nacionales.

Piñol asegura que “cada vez más, los historiadores consideran el absolutismo borbónico como un paréntesis retrógrado de la historia europea, no sólo en materia de libertades sino también para el desarrollo económico”. No sé a qué historiadores se referirá Piñol, pero lo que está claro es que el absolutismo no es un invento borbónico sino un fenómeno global que no se circunscribe a Francia y España, sino que se extiende por toda la Europa continental –e incluso en Inglaterra hasta la Revolución Gloriosa de 1688- en países como Prusia, Rusia y Austria, éste último por cierto bajo el gobierno de los Austrias. De hecho, según el propio Elliot, el cambio que supuso en España la implantación de la Nueva Planta bajo los Borbones “llegó demasiado tarde y por mal camino”. Y añade: “Si Olivares –valido de Felipe IV- hubiera tenido éxito en sus guerras, el cambio se habría producido sin duda alguna setenta años antes y la historia de España hubiera podido seguir derroteros muy distintos”. Así pues, queda claro que el absolutismo no fue una forma de gobierno privativa de los Borbones, sino una práctica muy extendida en la Europa moderna.

Tampoco sé de dónde se saca Piñol eso de que el absolutismo borbónico fuera un paréntesis retrógrado de la historia europea. El absolutismo como forma de gobierno implicaba una concepción más racional del poder público en la medida en que suponía entre otras cosas despojar poco a poco a los señores feudales de su poder político, así como el sometimiento de nobles y clérigos al poder regio, todo ello unido al resurgir del comercio y de la industria de la mano de la burguesía, que proveía al Estado monárquico tanto de dinero como de administradores competentes. Este progreso económico trajo aparejado un protagonismo cada vez mayor de la burguesía urbana en los foros de decisión política, por ejemplo en las Cortes catalanas, donde constituían el grueso del denominado brazo real o popular. Imagino que es esta última denominación -popular- y no la primera -real- la que ha llevado a Piñol a creer que fue la “presión popular” la que “obligó –a las autoridades barcelonesas- a organizar la lucha” el once de septiembre de 1714. Nada tiene que ver, empero, el significado actual de la voz “popular” con el que tenía a principios del siglo XVIII.

Por último, quisiera recordarle a Piñol que tanto Carreras como Elliot coinciden en su razonamiento con el historiador catalán por excelencia, Jaume Vicens Vives, que sostiene que los Decretos de Nueva Planta coincidieron con el despertar de la economía catalana y la transformación de la agricultura, en la medida en que “hicieron del campesinado un elemento social exclusivamente productivo, no necesariamente ligado a las vicisitudes históricas colectivas”. Vicens Vives, que siempre fue muy crítico con la interpretación romántica de buena parte de la historiografía catalana ochocentista, empeñada en idealizar la época de la monarquía Habsburgo en España, reivindica los efectos beneficiosos que sobre la economía catalana tuvo la nueva planta financiera del Principado que se fue desarrollando a todo lo largo del siglo XVIII y que culminó con el decreto que establecía la libertad de comercio con América para el conjunto de los territorios de la monarquía hispánica, acabando así con el secular monopolio de los puertos de Sevilla y Cádiz. “Territorialmente, hubo regiones más beneficiadas que otras por esta medida. En España, por ejemplo, Cataluña resultó extraordinariamente favorecida”, concluye Vicens Vives. Aunque, claro, supongo que tanto Vicens Vives como Ferran Soldevila o incluso su discípulo Joan Mercader no eran más que unos neolerrouxistas, demagogos e histriones partidistas militantes en un supuesto revisionismo histórico españolista.

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Una respuesta a “Sánchez Piñol y la Historia

  1. Cuicho

    Reflexión profunda sobre la falta de conocimiento histórica e historiográfica de Sánchez Piñol. Con argumentos de autoridad como las del maestro Vicens Vives (¿Historia económica de España?), las pseudo-aportaciones demagógicas a la historia del nacionalismo catalán por parte del Sr. Sánchez, quedan en agua de borrajas.

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