Hace unos días tuve la oportunidad de asistir en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona a la conferencia de Joaquín Almunia, comisario europeo de Competencia y uno de los políticos españoles más reconocidos allende nuestras fronteras, sobre el futuro del Estado de bienestar en Europa. El discurso de Almunia me pareció interesante por su documentada aproximación al tema central de la conferencia, cuya conclusión era, por otra parte, previsible –teniendo en cuenta el quién, un exdirigente socialista, y el dónde, España, país maquinalmente rendido a la modernidad septentrional-: la solución está en los países nórdicos, sobre todo en Suecia.
Pero ¿en qué consiste esa especie de bálsamo de fierabrás en que se ha convertido el modelo sueco para el resto de los europeos? Pues bien, el modelo sueco, también llamado socialdemócrata, se caracteriza, según el sociólogo Gösta Esping-Andersen, por una fusión de elementos socialistas y liberales -cosa que a menudo se olvida en el extranjero, pero no entre los propios suecos-, fusión orientada a promover una igualdad en los estándares más elevados y no una igualdad en las necesidades mínimas. En él todos los estratos sociales están incluidos en un sistema de seguro universal, si bien los subsidios se gradúan con arreglo a los ingresos habituales. Y es que bienestar social y trabajo son las dos principales divisas de este modelo. Tanto es así que, para que el modelo funcione, el Estado está obligado a garantizar el pleno empleo, y depende en gran medida de la consecución de ese objetivo, que sin duda reduce la conflictividad social. Tanto es así que los Estados de bienestar escandinavos no son ya únicamente sistemas de provisión social, sino que, en muchos casos, se han constituido en verdaderos mecanismos de empleo. En países como Suecia o Dinamarca los Estados de bienestar dan empleo a alrededor de un 30 por ciento de la fuerza de trabajo. Asimismo, en este modelo, el Estado apuesta por una política de salarios altos a fin de evitar que haya muchos ciudadanos viviendo de las transferencias estatales.
Ahora bien, ¿hasta qué punto es aplicable el modelo sueco a España? En mi opinión, no resulta fácil. Y ello por todo lo que se ha dicho y escrito hasta ahora, a saber: que para ello sería necesario que en España hubiera menos fraude fiscal, menos corrupción política y más transparencia, más confianza ciudadana en las instituciones, más responsabilidad en el aprovechamiento de las prestaciones sociales por los ciudadanos, etcétera, etcétera. Por todo ello, sin duda, pero también -si se me permite- por una cuestión terminológica, cual es la confusión que predomina en nuestro país acerca de la naturaleza y los orígenes del Estado de bienestar sueco, pues es moneda corriente en España llamarlo alternativamente modelo sueco o modelo socialdemócrata, cuando quizá lo más justo sería llamarlo, por ejemplo, modelo socialdemócrata liberal. Ni que decir tiene que el nombre no hace la cosa, pero sin duda ese matiz favorecería un clima proclive a la implementación en España de un modelo análogo al sueco entre la inmensa mayoría de la opinión pública y la práctica totalidad de los partidos políticos españoles, aminorando la resistencia a ese modelo que hasta ahora han mostrado algunos, convencidos del origen exclusivamente socialdemócrata del mismo.
Por último, conviene recordar dos verdades incuestionables, pero no por ello siempre observadas. Primero que no hay dos sociedades iguales, por lo que resulta difícil de concebir la exportación en bloque de un determinado modelo de un país a otro, es decir, sin ni siquiera cambiar lo que se deba cambiar para ajustarlo a las particularidades del país receptor. Y segundo, que incluso los casos de Alemania, EE.UU. y Suecia, paradigmáticos de cada uno de los tres regímenes del Estado de bienestar definidos por la literatura académica: el conservador, el liberal y el socialdemócrata, se encuentran hoy día inmersos en una transición hacia tres modelos del bienestar social capitalista postindustrial que difieren sustancialmente de los tres modelos que hasta ahora han abanderado. España debería, pues, revisar también el suyo.